No estamos aceptando las cosas que no podemos cambiar,
estamos cambiando las cosas que no podemos aceptar.
Angela Davis
Por Marco Tobón
Entre los 115 pueblos indígenas de Colombia, aun con sus diferencias culturales, lingüísticas e históricas, existe un mínimo consenso sobre al menos tres posturas ante las guerras. Es probable que al interior de los movimientos indígenas se compartan otras convicciones éticas y políticas, pero aquí quisiera apenas, como resultado de diálogos con líderes y lideresas indígenas, advertir principalmente tres. Estas posturas, resultado de aprendizajes y luchas históricas, no son exclusivas de los Pueblos Indígenas, también son compartidas por quienes han sufrido los horrores de la guerra, movimientos de víctimas, organizaciones campesinas, afrocolombianas y de mujeres.
1- La guerra es la derrota de la vida. Los Pueblos Indígenas, que conocen bien las violencias que han interrumpido el curso de sus vidas, hablan de la guerra como una enfermedad que debilita la consciencia, contamina las palabras y que enturbia las posibilidades del diálogo; la guerra convierte el lenguaje en una sensación amarga, en un objeto inservible. Estos síntomas que atacan a quienes hacen la guerra corren el riesgo de contagiar a otros, de aturdir y desorientar a un país entero. De las convulsiones de la guerra, en esta manera de ver, no habrá ni vencedores ni vencidos, todos saldrán afectados, las heridas y las ruinas son para todos.
2 – En las ruinas dejadas por la guerra se puede hacer germinar de nuevo la tierra. Esta postura se ha aprendido en un largo trasegar de luchas por los derechos, movilizaciones culturales y transmisión de conocimientos. Son dos las fuentes principales que han impulsado esta postura: primero, los valores y conocimientos que animan los modos de vida indígenas. Por ejemplo, sus formas de protección mutua, la solidaridad de las mingas y las asambleas, la movilización junto a plantas protectoras y aliadas (tabaco, yuca, coca, ayahuaska, ajíes, yopo, entre otras), el intercambio recíproco y la defensa de lo común (territorios, ríos, selvas, lagunas y montañas). Vale advertir que tras esta manera de pensar y de actuar subyace la convicción de que la forma de vida humana depende y se encuentra interconectada con la salud de las formas de vida no humana.
La segunda fuente proviene de las lecciones políticas aprendidas en los prolongados episodios de violencia sufridos en sus historias, incluso aprendidas en los acuerdos culturales y de paz realizados en los enfrentamientos antiguos entre pueblos, mucho antes de la llegada de europeos y caucheros. Aquí se percibe que la memoria de las adversidades y luchas participa en la gestación de una conciencia de derechos. Se vive y se actúa teniendo al pasado, a los muertos y a la memoria de sus luchas como referencia en los caminos futuros.
3 – Los dolores, miedos y peligros generados por las guerras son susceptibles de ser curados, pueden ser aliviados, reparados. Esta postura se refleja en la voluntad permanente de los Pueblos Indígenas de Colombia por las salidas incruentas a las guerras, su confianza depositada en la palabra como ruta de entendimiento. De allí su solidaridad ante quienes padecen las guerras fratricidas entre grupos armados: las personas que sufren los destrozos en la guerra entre Rusia /Otan-Ucrania y quienes gritan de indignación y dolor en la guerra responsable del genocidio palestino. Ante las atrocidades contra el pueblo palestino, como bien lo apunta la editorial de la MPC “De los Pueblos Indígenas al Pueblo de Palestina”, se eleva una voz de protesta y se exige de una vez por todas detener la matanza.
Las voces de muchos Pueblos Indígenas en Colombia atestiguan que sus aspiraciones políticas, aun en medio de la violencia, han sido defendidas mediante el ejercicio de herramientas culturales no destructivas. Aquí, a partir de sus propias memorias y experiencias, se ha formado un sujeto político activo que asume posturas insobornables ante los hechos de la historia. Ante lo atroz no han renunciado a seguir haciendo sus vidas, frente al horror han interpuesto sus prácticas de protección, ante el peligro de la guerra han invocado la fuerza de su pensamiento, ante los estallidos aterradores de la historia han contrapuesto su consciencia cultural como pueblos no armados. Su propósito político, todo parece indicar, no ha sido imponerse sobre nadie, sino más bien proteger las relaciones, las prácticas, que garantizan la vida.
El rechazo a la muerte, en otras palabras, involucra preservar las condiciones de realización de la vida cultural, la libertad para tomar sus decisiones que permitan el cuidado y la fructificación de plantas, malocas, bailes y parientes. Todos los esfuerzos por defender la vida pasan necesariamente por medio de las luchas hacia el disfrute de los derechos al territorio y a la autonomía.
En la puesta en práctica de estas posturas, si algo pueden compartir los Pueblos Indígenas con los pueblos del mundo que padecen guerras injustas, es la enseñanza de que la guerra no solo destruye los cuerpos, las afecciones de la guerra también atacan nuestras formas de ver y sentir, nos des-humaniza. La guerra altera las formas de relacionarnos con “otros”, orienta nuestros odios políticos, construye significados para determinar a quién odiamos, cómo conducimos la indiferencia, los miedos y los egoísmos. De ahí la importancia de una consciencia siempre alerta, de valores innegociables, enraizados en la memoria de las luchas de quienes nos preceden. Hay una guerra que va más allá de las bombas y los disparos, aquella que nos vuelve indolentes, que organiza nuestra obediencia para que nos resignemos ante la crueldad. La guerra construye maneras de ver, su objetivo es inmovilizarnos, interrumpir nuestra voluntad para condenar la destrucción de las vidas de inocentes. Su propósito es que consintamos la catástrofe, a quienes la planean, se lucran con ella y la alientan.
Una consciencia defensora de la vida se opondrá siempre a la normalización del terror, se horrorizará ante las muertes y amputaciones constantes de niños y niñas palestinas, alzará la voz y se pondrá al lado de quienes sufren la crueldad desmedida. Las infamias que viven los habitantes de la franja de Gaza las hemos conocido de cerca también en Colombia, incluso su guión de ejecución es bien parecido: el de una guerra sucia dirigida a aniquilar no sólo inocentes, también son asesinados los periodistas que se atreven a informar la injusticia. Para los asesinos, la verdad de los hechos también es su enemiga. No quieren testigos de sus crímenes, quieren mantenerse impunes atacando campamentos de refugiados, escuelas y hospitales, ignorando las exigencias internacionales para un alto el fuego. Hasta ahora solo Sudáfrica ha tenido el coraje para denunciar al estado de Israel por genocidio ante la Corte Internacional de Justicia. 37 países se han adherido a la demanda, entre ellos Colombia, Brasil, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Cuba, y sin duda alguna, los pueblos indígenas de Colombia.
El pasado 26 de enero la Corte Internacional de Justicia consideró válida la acusación de genocidio contra Israel por sus ataques violentos contra el pueblo palestino. Aun cuando no ordenó un cese al fuego, emitió medidas provisionales para que el gobierno de Netanyahu prevenga actos genocidas en Gaza. No existe una fuerza internacional capaz de detener la matanza a manos del Ejército sionista, pero la indignación internacional y la actuación legal de la Corte Internacional de Justicia no solo muestran que el Estado de Israel está cada vez más solo en esa aventura homicida, sino que la ayuda humanitaria e internacionalista adquiere plena importancia. Israel tendrá un mes para defender lo indefendible, o como dice la CIJ, tendrá un mes para presentar un informe sobre cómo ha hecho efectivas las demandas del tribunal. La causa palestina es la causa de la justicia.